Sobre el Instituto Nacional

Los recientes disturbios relacionados con el Instituto Nacional han producido reacciones diversas en la opinión pública. Algunas de ellas asumen que son producto de la violencia insensata de una minoría de estudiantes, probablemente influenciados por las pandillas que operan en la vecindad, como si se tratara de un caso aislado del resto de nuestros problemas sociales. Pocas opiniones identifican los hechos como otro reflejo de la descomposición de nuestra escala de valores, cívicos y sociales. Como aun ocurre en nuestra hipócrita discusión nacional sobre los pecados de la política, parecemos incapaces de admitir que la corrupción es un mal nacional y preferimos la interpretación maniquea del tema, que la declara como una característica exclusivamente atribuible al ejercicio de la administración publica.

A mi entender, el problema del Instituto Nacional refleja la crisis moral que agobia al país actual. Lo ocurrido en mi Alma Mater, el vandalismo de un puñado de estudiantes, no es distinto en su contenido anti-cívico al hurto descarado de los dineros públicos por funcionarios nombrados para gobernar. No es diferente de la sistemática burla a la justicia y de la impunidad ostentada por muchas de nuestras figuras políticas, administrativas y privadas. Es parte del mismo esquema amoral que nos define, públicamente, al presente.

Sin justificar los actos de violencia cometidos contra personas y bienes comunitarios, trato de comprender los motivos que los producen. Y en ese análisis también se puede incluir la consideración de que la actitud nihilista de los estudiantes vándalos expresa el sentimiento de impotencia que experimentan, ellos y sus padres, al no creer posible el acceso a una mejor situación, emocional y económica, a través de los mecanismos sociales que debería auspiciar el proceso democrático. Lo cierto es que su acción destructiva repite el patrón de anarquía exhibido en los desmanes que el sistema político-administrativo inflige al país.

Los hechos, aparte de revelar un vacío de respeto hacia sus padres, la comunidad y autoridades en general, podrían reflejar un repudio a lo que consideran un sistema de valores hipócrita e inefectivo y su rechazo a las figuras que representan a la autoridad pública de nuestro país, en general. Sus acciones violentas, que afectan bienes comunitarios y la seguridad de terceros, subrayan la ausencia de civismo, algo que los asemeja, en cuanto a las consecuencias anti-sociales y anti-solidarias, al corrupto servidor público. Consideremos; ¿acaso los errores y horrores de nuestra sociedad no han ido preparando la base que origina y que sustenta estos actos vandálicos? ¿Y qué, entonces, de la responsabilidad de todos en esta situación? Frente a esta realidad, resulta absurdo sugerir que "cierren el Instituto”. Bajo la misma lógica, en virtud de toda la corrupción oficial recientemente destapada por los medios de comunicación locales, ¿acaso empezaremos pronto a exigir también que “cierren el país”?

Nuestra incapacidad para imponer orden en un país desordenado desde hace décadas, nos lleva al absurdo de considerar eliminar a una institución que representa el inicio de la intelectualidad nacional, idea tan inútil como la que declara la necesidad de abrir mas cárceles con el propósito de eliminar el crimen. Estas propuestas no solucionarían el fundamento del problema que se pretende resolver con su aplicación.

Obtuve mi título de Bachiller en el Instituto Nacional, en 1967. Durante esos años, faltarle el respeto a Ricaurte Soler, a Rosario Pabilo, a Carlos De Diego, Chang Wong o a un Arrieta de la Hoz, para mencionar solo algunos profesores, resultaba imposible de imaginar. ¿Cuál es la diferencia entre ese ayer y el presente? Aquella autoridad que guiaba nuestros pasos adolescentes, tanto en las escuelas como en los hogares, se sabía ganar nuestro respeto con sus buenos actos. ¿Cuántos de esos vándalos de hoy respetan o admiran a sus padres? Ignorar la realidad de una familia desintegrada, afirmando que un acto anti-social refleja solo la irresponsabilidad de sus jóvenes miembros, es como silbar en la oscuridad para no temerla.

Pero no todos los estudiantes del Instituto participan de actos vandálicos. Fue una minoría que podría estar siendo patrocinada por intereses politiqueros, aunque la sinrazón de sus actos sugiere una ausencia de ideología, o de criterio político que los oriente. Tal vez buscaron una forma de expresar su opinión y la confusión propia de su edad no les permitió producirla de manera ordenada. O su búsqueda de protagonismo político los llevo a imitar modelos de expresión violenta, algo que diariamente se ve reproducido en nuestros medios.

Tampoco podemos excluir a la frustración popular, que degenera en rabia y conduce a la anomia social. La constante burla a la justicia termina produciendo reacciones, algunas veces físicas y otras veces expresadas a través de la indiferencia cívica. Sin pretender crear una justificación para el acto, tal posibilidad debe ser incluida en cualquier análisis crítico. En la búsqueda de soluciones, lo primero que se debe hacer es tratar de identificar las causas del problema de la manera mas racional y amplia.

Resumiendo: no debemos apoyar el argumento del vándalo. Consideramos que tales actos deben ser ejemplarmente castigados. Sugerir el cierre del Instituto por los actos de una minoría me luce un disparate pues no representa una solución; es una excusa que pretende desviar la atención sugiriendo un poder para resolver el problema cuando de hecho tal posibilidad, así planteada, no existe. Se requiere analizar el asunto con objetividad, sin la superficialidad artificiosa y cómoda de una percepción que afirma lo que en realidad ignora. Pero esto a su vez plantea otro problema, quizás insondable: en nuestro querido Panamá, cuando la realidad enfrenta a la apariencia, por lo general, la realidad pierde.

 

Rubén Blades
New York,
3 de agosto, 2015 

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